martes, 21 de mayo de 2019

Un paseo por la eternidad.

Tras el tercio de varas, se espera que los toreros correspondientes ejerzan su derecho al quite siempre y cuando el toro permita el lucimiento de los mismos. Cada vez es menos frecuente y llevando varios años asistiendo prácticamente a la totalidad de los festejos que tienen lugar en Las Ventas y viendo todos los festejos que puedo por televisión, me doy cuenta que el toreo de capa a pesar de ser muy amplio, los toreros apenas varían el repertorio. Las habituales gaoneras, caleserinas, tafalleras, talaveranas, lopecinas y pare usted de contar se ven día tras día tras el tercio de varas. A veces oigo que si el espada de turno hace un airoso quite, la gente pide que se toree a la verónica porque es el lance más bello a la par que complicado, ya que hay que saber coordinar ambos brazos y jugar con la bamba del capote; y si torea a la verónica se pide que varíe. Cuando el matador de turno coge el capote y sale a los medios, me ilusiono con el deseo que desempolve algún quite en desuso. Siempre me llevo un chasco.
Por eso quiero rememorar como un nublado día de mayo de hace diez años, Las Ventas llenó sus tendidos para ver una corrida de toros. Estaba anunciado Morante de la Puebla, no hace falta decir más. Los toros pertenecían al hierro sevillano de Juan Pedro Domecq.
La tarde era anodina, a medida que avanzaba se intuía que nada interesante acontecería. Iba cayendo el festejo en picado hasta que se abrió el portón de los sustos por cuarta vez y salió Alboroto, sólo el nombre auguraba que algo podía ocurrir.
En el saludo con la capa salió abanto y el presidente cambio el tercio. Morante se fue a los medios y lo tanteó con varios capotazos. Tras verlo claro, se colocó y comenzó el concierto: con la suerte cargada y el mentón hundido recitó cuatro verónicas y dos medias. La plaza empezaba a hervir. Con el caballo ya en suerte se dispuso el sevillano a gallear al toro por chicuelinas, fueron cuatro y de nuevo cerró con la media verónica. Tras el puyazo, volvió el de La Puebla a seguir su recital. Quitó nuevamente con otras tantas verónicas y remató otra vez con la media. Fueron éstas inmensas, colosales, largas, profundas... Toreaban los hombros, las muñecas, las manos, la cintura. Cogiendo el capote muy cortito, jugó con los vuelos de la tela y meciendo los brazos con suavidad embarcaba la embestida del Juanpedro. La mano de dentro acompasaba, la de fuera conducía la trayectoria de la res. La gente quería más, estaba presenciando algo grandioso. Las Ventas no hervía, bullía. Y para cerrar la sinfonía, Morante hizo de una tanda de chicuelinas algo más que una obra de arte: jugaba con el toro recordando a Chicuelo, a Pepín... La cadencia en sus lances era precisa, exacta. Al entrar en jurisdicción el animal, giraba el cuerpo con esa gracia y duende que sólo poseen algunos privilegiados. Ese giro era más que una danza y la torería de José Antonio llenaba la escena. Madrid era un clamor cuando Morante se marchó al burladero.
Tras brindar al abuelo de Paz Vega, inició con la franela unos ayudados por alto y cimentó la faena con la mano derecha. Alboroto empezó a apagarse y José Antonio abrevió. La oreja que cortó fue lo de menos. Hace cincuenta o sesenta años, aún sin cortar orejas, la afición le habría llevado a hombros hasta Manuel Becerra.
Gracias a Dios que el sorteo nos deparó esta unión. Morante se paseó por la eternidad con su capote. Y quiso que los madrileños fuéramos testigos de ellos.
Una página de oro en la historia del toreo.


                         


          (Foto: Botán)

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