lunes, 14 de noviembre de 2022

Master and Commander.

No tenía ni idea de lo que me iba a encontrar una noche invernal de 2003 cuando entré en un cine de Madrid porque estrenaban Master and Commander

No tenía ni idea de quién era Jack Aubrey. Ni Stephen Maturin. Ni William Blakeney. Solo sabía que era la historia de una fragata británica. Desde el primer momento que empecé a oír el crujir de los cabos y las velas azotados por el viento y del casco rompiendo las olas, vi que iba a ser una película diferente.

Al alba de un día de abril de 1805 y frente a la costa brasileña, unos tañidos de campana rompen el silencio indicando que toca cambio de guardia. De repente, entre la bruma y cual aparición fantasma, un buque francés rompe la paz y ataca la fragata. La derrota es contundente. Es un enemigo infinitamente superior. Ponen nuestros amigos pies en polvorosa para huir de los franceses. Contar con el barlovento no es lo mismo que contar con la ayuda de los dioses. Aquí no mandan las supersticiones: el que tiene el control del viento, tiene el control del combate.

- ¡A los hombres hay que gobernarlos! - Sin respeto, la disciplina salta por la borda. Master and Commander es la vida misma. En un barco no hay lugar alguno para los rebeldes. A los que se pasan de la raya se les castiga para ejemplo del resto.

¡Pite a zafarrancho! En el día del Saludo beben vino en vez de grog. Juegan al cricket. Capturan iguanas y buscan pájaros no voladores. Tocan música. Las piezas barrocas de Corelli, Bach y Luigi Boccherini suenan para deleite del espectador. Luchan contra los franceses. Operan a los heridos en combate. Salvan el barco de hundirse en una tormenta. Rezan por el compañero caído.

La música nocturna de las calles de Madrid no deja de resonar en mis oídos. ¡Arriar en banda! Se aprende que sin ruedas, un cañón nunca podrá recargar pero ganará elevación; que es fundamental echar arena alrededor de la mesa de operaciones durante una intervención quirúrgica para no resbalarse con la sangre del paciente y que un fásmido en un insecto que adopta la apariencia de una rama para escapar de sus depredadores.

A pesar de todo, los que hemos visto Master and Commander desearíamos navegar en la Surprise y poder luchar con Jack en las costas del Brasil, en las Galápagos o en el fin del mundo si hace falta; descubrir la naturaleza con Maturin, aprender el oficio de soldado junto a los jóvenes guardiamarinas, cenar en la cámara de oficiales para cantar viejas canciones marineras recordando anécdotas de aventuras y batallas y por supuesto brindar por que nunca las esposas conozcan a las amadas.

¿Llegará a ser el señor Blakeney un gran marino y científico?¿Será Tom un gran capitán como Jack? No me cabe la menor duda.

Nunca querré ver una guillotina en Picadilly. Ni cantar la Marsellesa, ni llamar rey a Napoleón. Un barco es un hogar. Y la Surprise, aún al otro lado del mundo, no sólo es el hogar de unos soldados enrolados para una misión casi suicida. Es el hogar de todos aquellos que desearíamos alguna vez navegar en sus sollados, en el alcázar o en la cofa del vigía. Ese barco es, ni más ni menos, Inglaterra.

Master and Commander es una oda al mar, al patriotismo, a la valentía y a la amistad.

Han pasado diecinueve años.